Absorto en las tonalidades de la cerveza porque en aquel bar no había material más interesante a observar, por mi oreja derecha se deslizó aquella voz grave y pastosa ordenando una bebida. Era la misma voz que había seducido a quien sería luego su marido: “¿Sabes que no tienes que actuar conmigo Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Nada de nada… O simplemente silbar… ¿Sabes cómo silbar, verdad Steve?… Simplemente junta tus labios y… sopla”. Giré la cabeza con violencia y habré abierto la bocaza y los ojos en forma tal que ella sonrió divertida por el efecto y me pidió que me acercara. Siéntate boy, ordenó. Bebe conmigo. Fue lo único que realmente entendí de aquel monólogo que la mujer soltó esa noche sólo para mis oídos.
El bar de ese hotel en Mulegé* estaba inmerso en la noche de uno de esos entre semanas aburridores en que los gatos solitarios salen a husmear y a ver qué ocurre. El barman, el mesero, La Voz y yo estábamos siendo los únicos fantasmas de aquel lugar extraviado en las playas que bordean el golfo de la antigua California mexicana.
Una mujer de verdad debe tener el corazón como una puerta giratoria, Faulkner acertaba con ésta. Entré en su órbita mareado por los bajos registros en el fieltro de esa voz que me arropaba y por los dorados reflejos de una mirada que esta vez no era desafiante ni altiva sino juguetona, pero que igual incendió mi alma imberbe de conscripto.
A medio siglo de distancia, quiero suponer que me confió algunos secretos de los hombres que la amaron fuera de la pantalla. Del viejo Bogart que la convenció con su estilo matador de sujeto maloso pero buenazo, y que terminó muriéndosele cirrótico y latoso; me habrá contado de las perradas dictatoriales sufridas en los rodajes de Howard Hawks, o acerca de las veladas tranquilas con Jason Robards, dedicándole escasos comentarios a la insulsa temporada con el mafiosillo Sinatra… No registré los detalles ni los qué de entonces; solamente recuerdo los cómo en las graves modulaciones de aquella voz, ahora que leo su obituario y evoco la página inicial del cuaderno escolar en el que al día siguiente estampé, original y ufano: “Querido diario: Pasé la noche de anoche con Lauren Bacall. Perdón: Pasé la noche de anoche escuchando a…”
¿Quién era yo –un chamaco que empezaba a pelechar— para faltarle al respeto a una hermosa dama que aquella noche de tragos sólo quiso hablar?
*Hotel Serenidad, invierno de 1970
Lauren Bacall (nacida Betty Joan Perske; Nueva York, 16 de septiembre de 1924 – ibíd., 12 de agosto de 2014) fue una actriz estadounidense.
Inició su carrera como modelo, y después empezó a trabajar en el cine. Participó en unas 40 películas, entre las que destacan los clásicos de cine negro Tener y no tener (1944), The Big Sleep (1946), Dark Passage (1946) y Cayo Largo (1948), así como otros filmes de géneros diversos como How to Marry a Millionaire (1953), Designing Woman (1957), Harper, investigador privado (1966), Asesinato en el Orient Express (1974) y The Mirror Has Two Faces (1996). Sus interpretaciones la hicieron acreedora de múltiples premios, entre ellos un premio del Sindicato de Actores, un Globo de Oro y dos Tony. Por su trayectoria profesional recibió el Óscar honorífico, así como el premio Cecil B. DeMille, el César Honorífico y el Premio Donostia. Es uno de los grandes mitos femeninos de la historia del cine, el American Film Institute la considera entre las 20 estrellas femeninas más grandes de todos los tiempos.
La mañana del 12 de agosto de 2014, fallece en su casa como consecuencia de un derrame cerebral.
Lauren Bacall era considerada un mito del cine clásico, aún con 88 años participaba en filmes, siendo el último The Walker, el cual fue presentado en el Festival de Cine de Berlín.