Caminaba con el pecho erguido y mirada de general, sus plumas entre coloradas y amarillas brillaban con la luz del sol. El gallito dorado era el animal consentido de la casa de los abuelos.
Tantito después de la madrugada, con un vuelo que tenía muy calculado, cruzaba el patio para llegar en un aterrizaje perfecto a la puerta del cerco, se acomodaba un poco y lanzaba su poderoso quiquiriquí, anunciando la llegada del porvenir. Ahí esperaba a que pasara mi nana a ordeñar a la Cuatro, la chiva amarrada en el gran árbol de guamúchil. Se bajaba de un brinco y seguía a la abuela quien caminaba con una taza de café de talega recién hecho.
Como en una pantalla, detrás de la ventana de mi cuarto veía repetirse con algunos cambios, la misma escena cada mañana, no obstante, la imagen siempre era como una obra de arte: El guamúchil gigante dejaba pasar los cálidos rayos del amanecer entre sus ramas, junto al tronco, veía a mi nana ordeñar a la Cuatro dejando caer la leche en su taza de café y para rematar, el gallito dorado a un lado de la abuela, observando como un buen capataz que todo saliera bien.
En los días que a mi nana se le antojaba hacer bistec para el desayuno, desde temprano me despachaba a comprar carne porque se acababa muy rápido. En cuanto veía pasar por nuestra calle la carreta con los cortes colgando de la infortunada vaca que acababa de estirar la pata, me pegaba el grito para que fuera a ganar lugar a la vendimia de carne en la Calle Grande en el centro del pueblo.
Imaginarme el desayuno me contentaba, inmediatamente agarraba camino con la pata pelada hacia donde estaba la planta de luz del pueblo, a unas cuadras de la casa, ahí estacionaban la carreta y despachaban la carne, siempre llegaba a tiempo, era de los primeros en la fila. Don Atanasio el carnicero ya sabía que le iba a pedir unos filetitos delgados de lomo, me los acomodaba uno sobre otro y al bulto le hacía un huequito que atravesaba con una tira larga de hoja de palma o un mecate, después le anudaba las puntas haciendo un asa para llevarme la carne. A partir de ese momento, venía la parte difícil de la tarea: capotear a los perros hambrientos del pueblo, para eso, llevaba una vara con una horqueta donde atoraba el mandado y me la ponía como bate de béisbol en el hombro, lejos del hocico de los perros.
Entraba por la huerta de la casa para de una vez cortar tres tomates, desde ahí, ya olía a tortillas de harina y frijol recién hecho. Instalado en la ventana de la cocina el gallito dorado, gorgoreando, hacia ruiditos para anunciar que el importante encargo llegaba completo. Mi nana era muy buena cocinera, pero ese bistec era algo especial. Ella separaba cada filete y luego los sazonaba con una mezcla de harina de trigo, orégano, unas pizcas de sal y otras especies. Luego les dejaba caer su famoso y pesado ablandador de fierro para que se les pegara bien el condimento, para eso ya tenía el sartén con manteca de puerco y rodajas de cebolla puesto sobre las hornillas de leña. Dejaba caer cuidadosamente cada bistec enharinado sobre el sartén, que inmediatamente despedía un olor que producía que mis tripas reclamaran alimento y tragara saliva del antojo. Mientas tanto mi tía Clarita hacia tortillas de harina y le daba los últimos vaivenes con cucharón de peltre al frijol refrito.
Sobre el mantel de cuadros rojos y blancos, la mesa ya estaba dispuesta con platos con aguacate, tortillas de harina recién hechas, salsita picante de chile tatemado, ruedas de tomate, tiras de queso asado y Salsa Huichol.
El momento cumbre era cuando mi nana dejaba caer el traste de la carne sobre la mesa y lo destapaba. Si el olor era sabroso, cada taco de bistec en tortilla de harina enfrijolada, con cebolla frita, aguacate, queso asado y con una línea de salsa picante era la gloria. Para terminar el desayuno se servía el café de talega con leche de la Cuatro y de postre unos chimangos recién hechos. Pobremente esos eran los desayunos de bistec con harina de la abuela que disfruté mucho cuando chamaco.
Hablando de otras cosas a veces me pregunto qué pasaría con el gallito dorado. Un buen día, salió de la casa a ver la novedad de las gallinas chinas que traía un circo de húngaros que se puso en el campo de futbol, Julián, el hijo del huertero, lo vio por última vez, por cierto, arriba de una gallina. No supimos más de él, me puse tan triste que el hambre se me fue por un tiempo, hasta que mi abuela hizo chilaquiles y me volvió el alma al cuerpo, pero ese es otro cuento que ahorita no puedo contar porque se me enfría la cena.
¡Buen provecho!