Vencedores del desierto
“Nos bajamos con los tiliches y un sueño”
Rubén González González
Rubén González González recuerda con lucidez la mañana en que, siendo un niño de apenas diez años, llegó al sur de Baja California junto a su familia. Era el 24 de mayo de 1950 y bajaban de los camiones enviados por el mismísimo general Agustín Olachea Avilés, cargados no sólo con herramientas y víveres, sino con la promesa de una nueva vida. “Nosotros no teníamos dinero ni para caminar un metro fuera de la casa”, dice Rubén. Y aun así, llegaron.
Venían de El Chante, Jalisco. Ocho hermanos, el padre, la madre, un sueño. El general Olachea, visionario de la colonización agrícola del valle, los había invitado a formar parte de un proyecto que cambiaría para siempre el rostro de esta región: poblarla, cultivarla, hacerla suya.
Rubén lo cuenta sin poses, con ese acento norteño que mezcla palabras de campo con imágenes entrañables: “Mi apá fundó Zaragoza. Tengo la solicitud que le hizo al presidente para formar el poblado ese. Una calle de ahí lleva su nombre: Villa Ignacio Zaragoza”.
Antes de ellos, había poca gente. Ranchitos sueltos, vida rústica, carencias profundas. “Aquí en el ‘50 no existía un grano de nada. Entonces la gente inventaba cómo tener lo que requería”. En ese contexto, la llegada de los camiones con hachas, zapatos de trabajo, chamarrotas buenas y harina “a morir” fue un acto fundacional. Y también fue el inicio de una vida colectiva donde el trabajo era en bola, “para no batallar con un mono, como decía el general”.
El relato se vuelve más sabroso cuando Rubén habla de los antiguos pobladores: “Yo tengo un calificativo muy justo: los nativos de aquí eran bien parecidos, ojos de color, grandes, buena gente. Muy religiosos a su modo. El santo de cada ranchito tenía su virgencita ahí. Eran tres días de pachanga y chupe. Muy fregones, me tocó verlos”.

También recuerda cómo el comercio marítimo activaba los ranchos más aislados: “Había un buen movimiento cuando soltaban el barquito. Aquí no había nada, y el barco traía todo: productos, oro, piloncillo, arroz”.
Hoy, Rubén tiene 17 nietos. Vive en Ciudad Insurgentes, a unos kilómetros del rancho donde cultiva y cría ganado. Mira hacia atrás con orgullo y gratitud: “Todo nuestro bienestar se debe a la gran ayuda que el general le proporcionó al grupo que venía con mi papá. Que Dios lo tenga en su santo reino”.
Setenta y cinco años después, el eco de esas jornadas fundacionales todavía resuena en los campos del Valle de Santo Domingo. Y Rubén lo sabe: su historia no solo es memoria familiar, es raíz colectiva.