Dicen que, en las entrañas de las sierras californianas, donde el sol raspa las rocas y el silencio pesa como el tiempo, aún viven las voces de los nativos. Son susurros que el viento arrastra entre los cañones de Comondú, y que se posan, quietos y eternos, sobre una gran pared de piedra, donde quedaron dibujados los secretos de un mundo que ya no existe. El aire vibra con historias no contadas, haciendo eco de los misterios de una época pasada.
En San José de Comondú se preserva un santuario pictórico milenario. No hay campanas ni cruces. Su templo es el cerro mismo; sus altares, las rocas teñidas de los pigmentos que alguna vez mezclaron los primeros Californios. Bicolor, en su mayoría negro y rojo, con destellos rosados y terracota. Esta galería de símbolos permanece intacta bajo la sombra protectora de un acantilado.


Se cree que las figuras, tanto humanas como animales, representan una ballena, una tortuga e incluso dedos apretados contra el cuerpo. Conviven con líneas rectas, cuadrados y trazos amorfos que nadie ha logrado descifrar del todo. ¿Son rituales? ¿Relatos de caza? ¿Mapas sagrados? ¿O quizás mitos? Lo cierto es que las pinturas de Comondú no son simples marcas; son memoria viva. Un lenguaje perdido que aún pulsa sobre una muralla de 50 metros de altura, orientada hacia el este, como si esperara el regreso del sol para contar su historia.
Los mitos de Comondú no se leen en libros. Se recorren a pie, se escuchan con los ojos cerrados y se sienten cuando te detienes frente a esas piedras que parecen respirar. Leyendas antiguas que han moldeado más que la imaginación: también la cocina, las fiestas, la forma de entender la vida y la muerte.

Para verlas, no basta con un mapa ni con una brújula. Se necesitan respeto, paciencia y la guía de quienes conocen el terreno, no por geografía, sino por herencia.
Porque si algo nos enseñan estas pinturas, es que antes de nosotros, otros anhelaron dejar huella. Y lo hicieron en la roca y con los dedos manchados de historia.