Tierra Perfumada

Dr Jose Martin Olmos Cesena

California Mexicana: Turismo en la Tierra del Guyiaqui

Mucho antes de que la Tierra tuviera nombres y de que las rutas se marcaran en mapas, yo formaba parte del todo. Me llamaban Guyiaqui, guardián de los secretos de la Tierra Perfumada en la California Mexicana. Regreso, no como una sombra, sino como una voz que susurra a los viajeros: «Ven y escucha la historia que aún vive en Comondú».

El Valle de Santo Domingo no es solo un lugar. Aquí, la tierra produce como si tuviera voluntad propia. En sus campos crecen hortalizas, forrajes y cereales que viajan más lejos de lo que alcanzan a imaginar quienes los cosechan. Pero lo verdaderamente valioso no son los productos: es la experiencia. Porque los viajeros, si saben mirar y escuchar, no solo ven, sino que aprenden.

He caminado junto al viajero curioso, aquel que prefiere las rutas auténticas. Los he llevado a hacer tortillas al lado de las abuelas, a prensar quesos en un rancho familiar y a recolectar dátiles dulces que caen como ofrendas del cielo. Les he mostrado cómo los niños saludan con la mirada y cómo cada familia tiene su propio relato entre el fogón y el surco.

En los últimos años, he visto a la Tierra reinventarse. Donde antes solo crecían algodón, maíz o alfalfa, hoy crecen vides. La vitivinicultura ha echado raíz en este valle, no como una moda pasajera, sino como una promesa. Dessert Wine 5 y Viñedo Don Arturo son nombres que ya se murmuran entre quienes saben de buen vino. En sus tierras se cosechan uvas con alma de desierto y sus vinos, aunque jóvenes, cuentan historias antiguas.

He acompañado catas al atardecer, en las que el queso fresco ranchero, el pan de mujer y los dátiles maduros se maridan con un vino tinto local en reuniones que solo pueden celebrarse aquí. Porque aquí, incluso el vino tiene historia.

Una hora hacia el poniente, donde el horizonte se tiñe de sal, se encuentra Puerto San Carlos. Cada invierno, las ballenas grises regresan, como yo, a sus orígenes. Nadie les muestra el camino. Lo recuerdan. Y los viajeros también lo recuerdan cuando ven sus lomos emerger entre la neblina marina, cuando sienten el soplido de la ballena gris como un llamado ancestral.

Desde Ciudad Constitución, el viaje es breve pero significativo. Manglares, canales de pesca, arenas sin nombre. En lancha, en kayak o a pie, cada paso es una lección de humildad ante la naturaleza viva.

Pero si el mar enseña movimiento, San Luis Gonzaga enseña quietud. A más de una hora del Valle de Santo Domingo, entre el oasis, los palmares y las huertas, se encuentra esta comunidad donde el tiempo aún obedece al sol y a la campana de la iglesia. Fundada como misión jesuita en el siglo XVIII, San Luis Gonzaga no ha perdido su alma. Aún huele a pan recién horneado y a cítricos maduros. Aún se reza y se canta.

He acompañado a amigos a la antigua misión, asentada en 1737 por el padre jesuita alemán Lambert Hostell, al molino y a los senderos, donde los burros aún acarrean agua y los niños corren sin miedo. Aquí, el turismo no entretiene: transforma.

En ranchos como Sacramento o Cuatro Corrales, cocinar no es un espectáculo; es un ritual. En cada tortilla del comal hay una historia. En cada machaca de res, una jornada. En cada tamal ranchero, la historia de una abuela. Quien se sienta a comer en estos fogones no está de paso; está volviendo a casa.

Aquí he visto a personas llorar al probar un pan que les recuerda su infancia, o al participar en talleres donde no solo se elabora queso, sino que también se le rinde homenaje. Porque cocinar aquí no se trata de preparar comida: es contar quién eres.

He visto crecer y triunfar a hombres y mujeres extraordinarios de esta región. Uno de ellos lo encontré hace poco, en una mañana de julio. Durante una charla bajo la tibia sombra de un mezquite, conocí a Enoc Leaño, un hombre de cabello rizado, bigote generoso y mirada clara, cuya voz es tan transparente como su alma. Él se encuentra en La Toba —oficialmente Ciudad Insurgentes, pero conocida como La Toba por convicción social, cariño comunitario y memoria compartida—, afinando los últimos detalles del Tercer Festival Internacional de Cine de La Toba.

«Esto ya no es un evento, es un pulso del pueblo», dijo, mientras extendía las manos como quien explica algo que se siente más que se razona. «Cada año se suman más, más chavos, más doñas, más raza de la que nunca había visto en el cine o en la calle. Eso no tiene precio. El cine aquí no entretiene: despierta». Y tiene razón. El festival se está convirtiendo en un rito anual, al igual que la fiesta de la cosecha o las fiestas patronales.

La Toba se vestirá de pantallas, de murales y de una feria para el alma cada año. Artistas visuales llegarán a intervenir muros como si fueran páginas abiertas, visitarán las calles y se realizarán talleres en los que los participantes aprenderán a ver el cine no solo con los ojos, sino con el corazón. «Queremos que la gente vea su propia historia reflejada en esa pantalla. Que no digan ‘yo fui al cine’, sino ‘yo soy parte del cine’».

Ciudad Constitución, San Luis Gonzaga, La Purísima, San Miguel de Comondú y ahora La Toba no son solo destinos: son capítulos de un libro que aún no ha terminado de escribirse. Son rutas que invitan a quien busca lo verdadero. Porque este pedazo de la California Mexicana no se visita: se vive.

“Guyiaqui” es el nombre de una figura mitológica de los antiguos guaycuras. Su nombre significa “sembró las pitahayas y creó los esteros”, según las leyendas locales. Es un dios de los guaycuras que habitaban la península. A él se le atribuye la creación de la naturaleza local, como las pitahayas y los esteros.

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