Flotábamos tres buceadores frente a la boca de la estrecha ensenada de Los Lobos, a tiro de fusil del mágico Todos Santos. El Océano Pacífico tronaba sus olas contra los monolitos de la costa, con nosotros sobre su lomo movedizo. Allá abajo, a diez brazas, la rechoncha sombra salió de una cueva y nos estudió atenta, con la bocaza abierta y las redondeadas aletas moviéndose acompasadas. «¡Una garropa!», dijo Meño atragantándose para tomar aire, y se sumergió. Cuando el Negro y yo descendíamos, él ya le había clavado el arpón y la cordelaba hacia la superficie.
A la sombra centenaria de unos mangos, envuelta en hojas de plátano y de palma, tendimos sobre las brasas de mezquite aquella presa de 60 kilos a la que habíamos rellenado con cuantas verduras y hojas aromáticas que encontramos.
Estábamos en la tarea de despojar al manjar de sus ropajes mortuorios y de sus enormes escamas cuando, atraído por el aroma, llegó Hutchinson, biólogo neozelandés que por acá había llegado huyendo de no sabíamos qué bronca. «¡Ep,ep! ¡No lo toquen…!», –gritó abalanzándose sobre el bulto y apartándonos para examinarlo con detenimiento. Unos segundos después, con ojos desorbitados, exclamó: «¡Es un celacanto, un Ce-la-can-to… No ha cambiado en 800 millones de años… ¡Un fósil viviente!
– ¿Y? le dijo Meño, haciéndolo con suavidad a un lado para colocar sobre su tortilla un taco de cachete arrancado con ternura de aquella respetable bestia prehistórica.
Los demás lo seguimos, entusiasmados, y obligamos a Hutchinson, entre empujones cómplices, gimoteos y risas, a hincarle el diente a su redescubrimiento científico.
Años después nos enteraríamos que daban una recompensa de 50 mil dólares por aquel animal. Por su exquisito sabor -lo que sea de cada quién- los valía.