La Leyenda

A diferencia de los pueblos vecinos como San José del Cabo o Todos Santos, en Cabo San Lucas el visitante no verá viejas casonas, de esas en las que es fácil imaginarse a una bella joven tocando una nostálgica melodía al piano, pero no por eso este puerto que vio los primeros destellos del desarrollo turístico durante la década de los sesenta, carece de particulares rincones donde hallar pinceladas del pasado.

En el centro se ubica la Plaza Amelia Wilkes Ceseña, nombrada así en homenaje a la maestra nacida en la antigua villa de pescadores y que realizó, además de su trabajo docente, una gran labor social. Dentro de la explanada está el Museo de Historia Natural, único recinto museográfico del municipio, donde se resguardan importantes piezas paleontológicas e históricas que nos llevan por un rápido recorrido por la historia del sur de la península, desde su formación geológica, sus grupos indígenas, los primeros exploradores, el periodo de las misiones y la formación de la localidad y sus personajes.

Curiosamente el recinto que ocupa el museo fue construido durante los años cincuenta para ser la escuela del pueblo, incluso se rumora que el fantasma de la maestra Amelia aun recorre los antiguos salones.

A unos pasos de este edificio se localiza la iglesia consagrada a San Lucas, patrón del puerto, donde cada 18 de octubre se celebra la tradicional procesión en la que se lleva a la bahía la imagen del evangelista entre cánticos y súplicas.

Alrededor de la plaza, donde cada viernes se organiza un mercado artesanal que es acompañado por presentaciones artísticas, se encuentran varias cafeterías, restaurantes de comida mexicana e internacional y pequeños bares donde degustar una copa de buen vino y canciones son la mezcla perfecta para una noche bohemia.

Desde luego, no se pueden ignorar las tiendas que en sus cristalerías exhiben lo mejor de la plata y otras maravillas de la artesanía mexicana. Qué mejor idea para despejar la mente durante las tardes en Cabo San Lucas, que pasear por sus calles, de las que se cuenta una graciosa anécdota.  Al estar haciéndose la planeación del pueblo en 1941, uno de los pobladores propuso que se trazaran anchas calzadas por las que pudieran transitar más de cuatro automóviles a la vez como en las ciudades estadunidenses, provocando las risas de las autoridades que le respondieron, “¡para los dos carros que hay aquí!”.

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