La Reserva de la Biósfera El Vizcaíno
Aunque todavía siento los estragos de estar separada de la naturaleza, al momento de escribir los relatos, de vuelta en la oficina, enfrente de una computadora y con cientos de responsabilidades y proyectos, estoy feliz de haber ido. No sabía cuánto en realidad iba a extrañarla. Ahora ya lo sé.
Después de un error de comunicación con Óscar y Jaime, nos quedamos cincuenta minutos más en el pueblo cuando ellos ya habían partido. Esta es la razón principal por lo que es necesario llevar radios. No hay internet ni servicio telefónico más que en ciertas zonas y, si vas en grupo o llevan dos carros, es importante estar comunicados. La siguiente vez que nos adentremos en las profundidades del desierto y el mar, tendremos que empacarlos.
Luego de perderlos en un poblado de 150 habitantes y ver la procesión que tomaba lugar junto a la cabalgata por las fiestas del pueblo, arrancamos a las tres de la tarde hacia nuestro último destino: Las Tres Vírgenes, en la Reserva de la Biósfera El Vizcaíno.
Como era necesario comer, decidimos hacer una parada en Loreto y de paso que yo, la única que no había ido, tuviera la oportunidad de conocer el pueblo. Comimos almejas, camarones y pescado; nopales, arroz y chuletas de puerco; arrachera, elote, guacamole y verduras al vapor. También vimos la Misión de Nuestra Señora de Loreto Conchó, considerada madre y cuna de las misiones de la Alta y Baja California, fundada por el padre Juan María Salvatierra el 25 de octubre de 1697.
Al terminar, volvimos a los carros expectantes por nuestro próximo destino, el lugar más lejano al que llegaríamos.
Arribamos a Las Tres Vírgenes a las diez de la noche, cansados por las cuatro horas de camino, pero maravillados con el tipo de clima que ahora nos recibía. El viento sopló y se encontró con nuestras caras mientras, entre la oscuridad, conocíamos a los últimos anfitriones que nos recibirían en esta travesía. Era una familia conformada por Cuquita y sus dos hijos, entre ellos Pablo, el guía que nos acompañaría en la excursión.
Algo que me emocionaba mucho era volver a ver a mis amigas las estrellas. Es una de las memorias que están conmigo, incluso ahorita cuando escribo. Cierro los ojos y las veo, iluminando el camino.
[two_first] El lugar a donde llegamos tiene cabañas con camas y baño propio. Es común que las personas que se hospedan aquí cacen, con un permiso especial, borregos cimarrones. La entrada principal, donde está la cocina y el comedor, tiene fotografías de esta actividad. Pero estas cabañas también hospedan a personas que quieren conocer la reserva.[/two_first][two_second]
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Despertamos al día siguiente deseosos de hacer el recorrido final. En carro, 23 kilómetros desde las cabañas hasta la entrada de la reserva y, después, pura caminata: 4.8 kilómetros de ida y 4.8 kilómetros de regreso.
Un escenario como ningún otro iba apareciendo ante nuestros ojos mientras caminábamos en una cañada, en medio de dos grandes, grandísimos muros rocosos con franjas de colores. Antes ahí había mar. Ahora, hay plantas y restos de almejas y conchas.
Pablo fue un excelente guía. Describió exactamente el tipo de plantas que nos encontraríamos y el porqué de los cambios de temperatura que dieron pie a los colores de las rocas: diferentes tonos de rojo, beige y verde. Nos tomamos el tiempo suficiente para impregnarnos del imponente escenario, dándonos el espacio para contemplar hasta el más mínimo detalle. Esto retrasó un poco la excursión, pero no nos importó.
Nos encontramos con unas pinturas rupestres diferentes a las de San Miguel de Comondú. Pablo dijo que es porque son más jóvenes. “Unos cinco mil años deberán de tener”. Esto hace que la imagen tenga más color y que la forma sea clara. Pudimos observar ballenas, personas con lanzas y el sol. Otra particularidad de estas pinturas es que, aparte del color rojo que normalmente vemos, había blanco. Además, la roca en donde estaban pintadas se encontraba encima de nuestras cabezas, en una especie de cueva.
Quisimos quedarnos más tiempo, y entre fotos y explicaciones Óscar tuvo la idea de meditar con mantras dentro de aquel hueco. Mientras meditaba, me sentí en paz, en armonía con la naturaleza. Me conecté conmigo misma.
Este recorrido se hace en cuatro horas aproximadamente. Nosotros, los intensos, lo hicimos en seis. Como empezamos a las siete de la mañana, para mediodía, cuando caminamos de regreso, el sol nos esperaba.
Nos encontrábamos en el límite que divide Baja California, así que la manejada a Los Cabos nos pediría varias horas. Hicimos una pausa en Mulegé para conocer la misión y estirar las piernas. Mulegé es un oasis lleno de palmeras, así como de mar de colores azules vibrantes. Su misión fue fundada por el padre Juan Manuel Basaldúa en 1705 y ha enfrentado adversidades como la guerra de intervención norteamericana, de 1846 a 1848.
Danos la oportunidad de seguir contándote historias en nuestras próximas ediciones, porque regresaremos a Mulegé. Después de este viaje estamos convencidos de que para conocer un lugar debes pernoctar por lo menos una noche.
Después de conocer la misión, nos despedimos de Óscar y Jaime, y comenzamos el retorno a casa.
Viajero, hasta aquí llega esta historia. Entre cada pueblo, carretera, comida, escalada, estrella, acampada, oasis, océano, guía y lugareño hay muchísimas microhistorias que solo tú podrás saber de qué tratan. Lo que te presentamos es solo una parte de lo que puedes sentir y experimentar si te aventuras en una Travesía entre Dos Mares.
El sentimiento es indescriptible. Es difícil poner en palabras la aventura que te espera, no solo de paisajes y actividades, sino esa propia que llegas a encontrar si tan solo te atreves. Atrévete a descubrir, viajero. Y verás que, de regreso, algo en ti cambiará.