La saga de Tío Locha
Desde la cumbre de la sierruca de piedras coloradas que se amontonan a uno y otro lado de la estrecha vereda, entrecierra los ojos y divisa hacia el suroeste la infinita planicie. Blanquizco salitral plagado de espejismos alargados, barcos de vela, árboles. Y al fondo, pero todavía lejanos, estarán los médanos y pedregales de Punta Abreojos.
Ha salido tres días antes de los palmares de San Ignacio Cadacaamán, en la frontera del desierto de El Vizcaíno, montado sobre la enorme mula baya de siempre y cabestrando la recua de doce asnos abisinios, cargado cada uno con seis latas cuadradas de veinte litros de agua que ayer rellenó en las tinajas de la mesa de La Berrenda. Representan su vida y la de los animales en las siguientes semanas.
Cruza el último salitral para llegar a los médanos playanos cubiertos de chamizo y concluye el viaje. Descarga los burros, acomodando las latas de manera que formen una pared en “L” como resguardo de los vientos del noroeste. Sobre ella levanta la carpa de lona encerada que ha permanecido enterrada en la duna con la panga, los remos, la vela, las piolas, los anzuelos y las fisgas desde la temporada anterior, a salvo todo ello de la brisa salobre y de las mordeduras del sol.
Al amanecer, todavía con luz de luna, empuja sobre rollizos de pino la panga aparejada y, de pie en la popa con la pierna derecha apalancada sobre el espejo, sin escuchar el rechinido de los remos sobre las chumaceras de metal, rema con vigor para atravesar las olas rompientes. Levanta sobre el hueco del banco central el mástil con la vela mugrienta, y el Océano Pacífico va a su encuentro con frías gotas de sal, de sal, de sal.
En una ceremonia lúdica que marca el inicio de cada temporada de pesca, calcula el ritmo del oleaje y tras establecerlo, cruza sobre el lomo de una ola por el estrecho canal que divide la negra punta de la roca que avanza desde tierra y le da nombre a este sitio: Punta Abreojos.
Ya en mar abierto, con su machete dorsal partiendo las aguas superficiales lo esperan las cornudas, los chatos, los blancos, los injertos, las tintoreras y la gran variedad de tiburones con su enorme hígado.
Es mayo y la sangre juvenil riega los campos en Verdún. Acá, en la antigua California, dos millas afuera de la negra punta de Abreojos, un muchacho robusto de pelo castaño y lacio levanta sobre su hombro derecho una pesada fisga de acero para clavarla con todo el vuelo de su brazo sobre el lomo brillante de un tiburón martillo, que se revuelve furioso y pasa bajo la embarcación mostrando a su agresor las blancas carrilleras de sus dientes triangulares.
Cuando las latas cuadradas se llenan del apestoso aceite, montadas y amarradas sobre los burriquetes, entierra la panga y los arreos de pesca para emprender –a la retaguardia de su recua de abisinios y a horcajadas sobre la mula baya de siempre— el largo viaje a través del desierto por los salitrales, los cerros de lava colorada, la mesa de La Berrenda, las dunas ardientes de El Rabich, el arroyo seco de San Ángel, el oasis de San Ignacio en que recompondrá la carga y restaurará energías para cruzar la sierra por el volcán de Las Tres Vírgenes y arribar al puerto de Cachanía, en el Golfo de California, donde un velero francés de tres palos habrá de embodegar su aceite de hígado para llevarlo a Marsella.
Desde el año de 1914, José Rosas Arce, Tío Locha, cruzó cada año la península por sendas antes holladas sólo por cochimíes, para montar su paraje de pesca en las finas arenas de Punta Abreojos. Otros lo seguirían en el transcurso del siglo XX y fundarían cooperativas pesqueras de abulón, langosta, mero, jurel y almejas que han dado vida a pueblos industriosos. Es la Zona Pacífico Norte.