La Leyenda

De vino, dátiles y queso

“Uno es nadie para asegurar todo como si todo supiera, pero en propósito de vinos, dátiles y queso se me figura que no ando tan errado a la hora de echar un cuarto a espadas acerca de las suyas virtudes. Habrá poca gente de razón en la luenga California que ponga pie delante al que esto dice, en el famoso asunto de degustar los frutos de esta tierra larga y reseca, pero en sus oasis riquísima –como el Paraíso de los moros que, por decires de ellos mesmos, conlleva ríos de leche e miel.

A sus mercedes me presento: soy Diego Arce e Aguilar, cabo y soldado de cuera a las órdenes primas de su majestad don Carlos III de España, ahora a las directas del santísimo padre fray Junípero Serra, con él pronto en marcha hacia los novísimos territorios de la Alta California, transportando en carretones y recuas por las anfractuosidades del Camino Real desde la Antigua, los aperos, bestias caballares y mulares, cabras, cerdos, semillas, cueros, vino, trigo, carne de machaca, quesos, dátiles, granadas, higos y otras delicias que son fruto de estas latitudes, para que, desde este 1789 en delante, allá se reproduzcan y así Dios sea servido.

Del centro mismo de esta casi ínsula, en derredor de las aguas represadas por los padres fundadores en el ojo de agua de San Ignacio Kadakaamán, es donde se producen los dátiles mejores: amarillos, cuelgan de vástagos naranja los racimos pesados alrededor del espinudo penacho de sus palmas, prestando su oro al circundante verdor. Cada día veraniego pasado sobre el ardor del sol, y cada noche bien guardados del rocío y del influjo perverso de la luna, los frutos ahora cafés dormitarán en zurrones de cuero al amparo de cuevas calichosas para volverse luego negras, doradas gotas de miel.

Qué decir de las vides achaparradas y muy retorcidas que, amorosos, trajeron en sarmientos los jesuitas desde allende La Rioja y también amorosos plantaron en las escasas vegas dejadas en los huertos por las palmas venidas de la morería africana, aquí también en Mulegé como en los Comondú serranos. Sus apretados racimos siguen regalando en la vendimia el jugo que es para los santos varones la sangre del Cristo en su consagración, pero para los rudos soldados como yo es apenas el dulce heraldo de cupido, de los sueños y de la fantasía.

Estos estragados territorios de caliente faz, cada año atropellados y enfriados por chubascos y por invernales, prestan un especial encantamiento a los negrísimos o verdes granos de las parras, que en fiestas vendímiales pisados por doncellas dan a sus caldos los agarrosos taninos, los olores y humores afrutados que –aguardados en barricas vejanconas hechas con encinos del país— ponen a bailar el gusto de quienes los trasegamos.

Es el regalo de las vides una tradición que en cada temporada arrejunta en los salones de las vetustas casas misionales a serranos, vallenatos y costeños para agradecer aquellos dones con bailes y música que de cristianas tienen poco y mucho sí de báquicas jornadas. El buen Dios es así también servido, pues hay que mitigar con risas los quebrantamientos que estos ardores terrenales nos propician.

¿De quesos? Ha dicho el bardo que comida sin queso es mulier fermosa a la que falta un ojo. Sin ser del otro mundo, el queso que –tras tratar con cuajo de rumiantes— prensan o tienden en los zarzos las señoras de nuestros vaqueros y cabreros, es de suyo sobrio y sin las dulces hedentinas oleosas presentes en los de la madre patria. Pero el oreado de apoyos cumple con el paladar más exigente, sobre todo cobijado en tortilla de harina de trigo; los frescos cuajados de cabra y vacuno regalan el sentido, y los secos y muy salados son oro en los cajones de las alacenas de todo rancho respetable, en la alta sierra o en un valle cualquiera.

Queso, dátiles y vino son pues, en esta California que estamos dejando atrás, valiosa trinidad culinaria que llegó en el año venturoso de 1697 con los padres misioneros y habrá de asentarse orgullosa en las mesas rústicas o elegantes de los californios de siempre jamás, para su deleite.”

Manuscrito en castellano antiguo encontrado el año de 1969 en el sótano de la misión de San Ignacio por investigadores del INAH, pero desechado sin mayor trámite al considerarlo “apócrifo”. Editado para su mejor comprensión.

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